e-cK: Electronic-Cultural Kapitalism

septiembre 2, 2007 § 1 comentario

Por José Luís Brea
Capítulo 2 del libro Cultura_RAM
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1. El campo expandido de la producción.

Producción de producción: producción de experiencia, de subjetividad, producción de comunidad, de afecto o de concepto, de pasionalidad o sentido, producción de deseo, producción de significado, … todo es producción.

CyborNada escapa ya a su inscripción en tal proceso. O, digamos, la producción ha expandido su campo para abarcar todas las modalidades de actividad –o pasionalidad- que conciernen a lo humano. Qué mezquina aquella obstrucción oportunista que Baudrillard[1] interpuso a la creciente prosperidad que el hallazgo post-estructuralista situaba en torno a la producción, como campo expandido del modelo más comprensivo nunca esbozado para un desarrollo radicalmente materialista de las ciencias humanas –producción de producción, producción de circulación, producción de registro, de inscripción[2]. Sea como sea, su fracaso está cumplido: no hay sino la producción –y aquella fantasía de otrosí que situara en la seducción un inverso del producir, pretendía desconocer que toda seducción es necesariamente también producción de seducción, producción del deseo y de las figuras que se quiera que lo complementen (la compañía, el diálogo conversacional, la co-experiencia del instante, la desjerarquización de la aventura relacional, la fluídica de los juegos de conquista y sumisión, … desplieguen en su fantasía la panoplia de movimientos que consideren: en todo caso, la seducción únicamente operará en el efecto de producirlos).

Definitivamente. Nada precede a su producción, todo lo que pudiéramos decir de lo humano se inscribe de lleno en uno u otro proceso –por el que es producido. “Producir para ser producido…” –escribía Descartes. Es el tiempo en que todo escenario del darse de lo humano comparece como resultado y efecto, como consecuencia, de una producción.

¿Recuerdan The Matrix? Si la tomamos –muy benevolentes- como intuición cristalizada de una transformación epocal, su más interesante hallazgo se referiría, probablemente, al reconocimiento de ese carácter enteramente producido –de todo lo humano, de la totalidad del paisaje de nuestra experiencia.

2. El doble movimiento recíproco (zugzwang).

De un lado: el de la economía hacia la cultura. Desde el otro, el movimiento de la cultura hacia la economía. Movimientos recíprocos, pero en absoluto simultáneos, ni siquiera simétricos. De hecho, podríamos afirmar que recorren trayectorias bien distintas, como de una complementariedad que se ejecuta en escenarios separados, en teatros pantógrafos pero muy alejados entre sí –en principio: pues es de su fusión fatal de lo que a la postre hablamos.

Del primero podríamos considerar intuición anticipada la de Debord en su análisis de La sociedad del espectáculo. Aquella definición de éste como “el capital en tal grado de acumulación que deviene imagen” sienta las bases desde las que analizar ese primer desplazamiento. El lugar en el que ese movimiento -de la economía hacia la cultura- desemboca estaría ahora probablemente bien retratado en no-Logo[3], ese tratado de las sociedades nike que ha sido tildado de biblia de la antiglobalización. Para decirlo rápidamente: en la absorción por parte de la mercancía de los caracteres (hablaremos de ellos) que antes sólo se presuponían a la cultura, a la Kultur.

En cuanto al segundo desplazamiento, el de la cultura hacia la economía, hay toda una avalancha reciente de trabajos que vienen a mostrarnos el progresivo florecimiento que corona este movimiento –en la emergencia de una sociedad del capitalismo cultural. De entre todos ellos, hay dos que consideramos singularmente perspicaces –dicho de otra manera, acaso más humilde: es bajo su estela que nos sentimos aproximadamente orientados en este territorio apenas en desbrozo. Primera brújula, la noción de capital simbólico en Bordieu, todos sus estudios sobre la falta de inocencia con que se constituye el campo económico de las prácticas culturales en las sociedades de la información. Y segunda (al otro lado del atlántico esta vez): Frederic Jameson, y su tenaz empeño en interpretar los movimientos y tendencias culturales de nuestra historicidad específica como expresión y pauta del propio desarrollo periodizado del capitalismo avanzado.

Imaginamos esta composición de movimientos –que intuimos en tableros separados- trazando esa jugada de doble amenaza que en ajedrez se designa con el nombre de zugzwang: quien mueve, pierde. En este caso, la amenaza de mate inminente es más evidente de un lado que de otro –resulta fácil intuir que en estos movimientos constelados “la cultura”, o al menos *una cierta concepción de ella*, está tocada de muerte. Pero lo que podría resultar más interesante es que, a recíproco, y por el otro lado de ese tablero dis-simultáneo, también un cierto orden de la mercancía parece llamado a extinguirse …

Démosle por una vez razón a Baudrillard –a veces certero con sus expresiones. Hagamos buena aquí aquella que en las últimas páginas de La economía simbólica y la muerte invitaba a azuzar psicoánalisis contra marxismo –“todavía pueden hacerse mucho daño”, sugería. Acaso en efecto podamos sentir aquí con aún más pasión la espectacular intensidad de un combate que nos promete una violencia crítica que, cuando menos, nos concierne más universalmente, lejos de bizantinas disputas de escuela: aquella con la que el aparatoso encontronazo de cultura y economía signa el comienzo de este tercer milenio.

3. El autor como productor –la continuidad de las prácticas significantes y sociales.

La presuposición de un carácter separado, autónomo –de esfera de la cultura y práctica económica- marca la forma en que aquélla, la cultura, ha sido pensada bajo el paradigma burgués, moderno (diríamos incluso que esa estructura bifurcada pertenece a una episteme incluso más arraigada, con raíces más remotas). En cierta forma, ese paradigma todavía impera –pero debemos estar atentos a cómo la nueva constelación colisionada de cultura y economía prepara su reemplazo sin alterar su estructura profunda (actualizando quizás el celebrado principio lampedusiano del cambiarlo todo, para que todo siga igual). Operando a contrario, acaso nuestra mejor estrategia se desplegaría a partir de la exigencia de leer ese nuevo escenario, el de la fusión en curso, desde la perspectiva de su continuidad más profunda. No entonces interrogando y pretendiendo desenmascarar el carácter expresivo de una relación estructural –que vincularía desde la perspectiva de la determinación histórica las condiciones materiales de la producción y las de la enunciación, las de la producción del sentido, del significado (y, dicho sea de paso, las del placer). Más allá de ello, se trataría de apostar que unas y otras son puestas a la vez, son ejecutadas en las mismas operaciones, movilizadas por el mismo tipo de trabajo, por similares ejecutantes. No hay las esferas de lo material y el espíritu, del sentido y las condiciones materiales de su circulación social: desde la perspectiva de una concepción radicalmente materialista –necesariamente monista: como las de Spinoza o Benjamin- ambas son puestas simultáneamente y como resultado del mismo producir, de la misma actividad –de un tipo único de trabajo, en toda la dispersión de sus múltiples regímenes y modalidades.

Ello exige –corolario primero- reconocer al autor como trabajador, como productor –por supuesto. Pero inmediatamente –corolario segundo- reconocer el carácter directamente político que la propia práctica de producción significante posee por sí misma –no por su subordinación a otra práctica u actividad, cualquiera que ésta sea. De ello: que leer todavía aquella clave en términos de una apuesta de proletarización del trabajo cultural –que pudiera interpretarse como subordinación al trabajo en la historia de algún sujeto específico, supuesto protagonista de la acción histórica- supondría recaer en la misma concepción dualista que se trata de combatir. Mucho más cercana, en realidad, de aquél espíritu de materialismo radical está esa otra concepción que reconoce que el trabajo en la producción significante, de representación, posee directamente y sin distancia alguna alcance político. No hay producción de sentido que no implique construcción social, ni viceversa: ninguna construcción de socialidad puede ser producida sino como, precisamente, extensión aplicada del trabajo inmaterial.

4. El trabajo inmaterial.

Probable signo mayor de las transformaciones de nuestro tiempo: la de la esfera del trabajo –y el asentamiento como principal en ellas del trabajo inmaterial. En un horizonte postfordista, en el que el pleno empleo ha desaparecido incluso como escenario hipotético con el mínimo valor heurístico, la nueva definición del trabajo se despliega alrededor de un tipo de actividad que no tiene por objetivo inmediato la producción de bienes materiales, de mercancías intercambiables de mano en mano. Un tipo de actividad, además, que tradicionalmente no se venía considerado productiva: la actividad productora de significado y emotividad, de concepto y afecto, de sentido y pasión. El trabajo inmaterial, como convergencia o despliegue del trabajo afectivo e intelectivo, del trabajo productor de concepto y el articulador del deseo –y los modos de su negociación social[4].

Su importancia es tal que podemos estar seguros de que la creciente terciarización del trabajo en las sociedades actuales –el desplazamiento de la actividad productiva hacia el sector servicios- terminará muy pronto dejando paso a la emergencia y asentamiento de un cuarto sector, que sería justamente el del trabajo inmaterial.

En tanto en cuanto la producción inmaterial y la circulación del sentido, de la información, se están convirtiendo además en las modalidades de intercambio mas importantes en las sociedades emergentes podemos afirmar que cualquier circunscripción cerrada de la idea del trabajo a la economía productiva y la producción de objeto está quedando patentemente obsoleta. En ellas, en efecto, el montante principal de la actividad se dirige a satisfacer (y por supuesto también a inducir) nuestras necesidades en el orden de la vida psíquica y espiritual, nuestras necesidades de sentido y deseo, de concepto y pasión, de racionalidad y afectividad. Al mismo tiempo, también el consumo de bienes inmateriales, cuya circulación está regulada en un porcentaje altísimo por las industrias culturales definitivamente fundidas con las del ocio y la comunicación, está tendiendo a convertirse también en el modo principal del consumo.

Dos murallas infranqueables podrían ser aquí demolidas: primera, la que separaba ocio y negocio, actividad cultural y actividad productiva, trabajo simbólico y “trabajo” tout court; y segunda: la que separaba a la casta consagrada “profesionalmente” a esa producción simbólica –del sacerdote al artista, del brujo chamán al intelectual orgánico- del resto de la ciudadanía. Puede que en ello se cumpla el encuentro soñado por Breton –de las revoluciones de Marx y Rimbaud. Y el nacimiento de una nueva clase revolucionaria cuya lucha en la historia se realizaría no menos en la fábrica o en la barricada -que en el sueño, la lectura, la vacación o el deseo.

5. La mercancía inmaterial

Un rasgo propio prepara una ontología diferencial para la mercancía inmaterial –un rasgo que seguramente predispone regímenes distintos para la forma de configurar el mundo que ella prepara. Ese rasgo diferencial se refiere al signo de su pertenencia y se establece en torno al hecho de que en su transmisión no se produce desposesión del propietario origen a favor del nuevo –tanto es así que la misma idea de propiedad necesita, en su contexto, ser repensada totalmente en una nueva complejidad. A diferencia de lo que ocurre en el intercambio mercantil tradicional, en el de las producciones inmateriales la transmisión no conlleva pérdida alguna para el dador. No hay un cambio de manos por el cual un agente deje de poseer algo que, a partir del acto del intercambio mercantil, comenzaría a pertenecer a un sujeto otro. Quien, en efecto, transmite un saber, un conocimiento, un sentimiento o una pasión, no deja por ello de poseerla –incluso cabe que al contrario ese mismo acto de transmisión le suponga su acrecentamiento, el de su riqueza (fuerza, contenido o valor).

Una llovizna de consecuencias -leve pero persistente- empapa el suelo del mundo tan pronto como ese nuevo modo del comercio antropológico comienza a asentarse –y más en cuanto se convierte en el principal. Acaso el primero de los efectos se exprese justamente como aflojamiento –si es que no caída definitiva en la impertinencia- del lazo (la propiedad) que vincula al producto con su poseedor. Y ello hasta tal punto que podríamos hablar de una desontologización radical de su naturaleza, la de la relación de posesión, de pertenencia –una desontologización que contra la fuerza de las formas jurídicas hace que el mundo y el paisaje del ser vuelan a sernos pensables –al menos en algún dulce sueño acariciable- como tierra de nadie. Aquella contrautopía pesadillesca a que se enfrentaron los Thouraus de un mundo colonizado hasta el último rincón por los agentes de la propiedad –podría reconocer en el territorio de lo inmaterial su gran paraíso libre, ajeno al agrimensor kafkiano.

Cierto que el agrimensor trabaja y prepara de nuevo la propietarización exhaustiva también de esa tierra de nadie –patentes y copyrights son las formas con que esa juridización de la pertenencia de lo inmaterial se pretende re-encadenar- pero cierto también que la peculiaridad ontológica del “objeto”, la producción inmaterial, y la de los modos de su intercambio –en relación muy precisamente a ese carácter distintivo que se deriva del hecho de que en su curso no se produce pérdida alguna- podría prefigurar modalizaciones de la praxis social completamente diversas –de aquellas que han caracterizado los modos de constituirse el mundo característicos de su reducción generalizada a la forma de la mercancía.

Apresuremos una enumeración tentativa de algunas de ellas: Primera, la de un mundo de intercambios cooperativos, en los que el acrecentamiento de la propiedad del otro no amenaza la propia –sino que, al contrario, la refuerza. Segunda, un mundo en el que la ordenación de los intercambios no se articula conforme a una estructura de comercio (de compraventa) sino conforme a una estructura potencialmente participativa, de acceso y uso. Y tercera, finalmente: la de un mundo en que la reificación de las relaciones -asegurada allí donde el modo de producción se organizaba como prefigurador de un orden de intercambios de propiedad, migraciones de la pertenencia- podría dejar paso a modos relacionales en que ningún fetichismo obligado vendría a consumir la vida del producir inmaterial en una congelación precipitadamente acrisolada en unos u otros productos, en unos u otros objetos específicos.

6. Extensión del campo de batalla

Escenarios sucesivos de la revuelta, de la confrontación revolucionaria: aquellos mismos alrededor de los que se constituye la violencia metafísica de la propiedad. Bajo un régimen de producción agraria –la lucha por la posesión de la tierra. Bajo otro de producción industrial: la lucha por la del capital. Para el actual, y en tanto cada vez más la generación de riqueza se basa en la gestión del conocimiento, del saber como fuerza productiva por excelencia, el nuevo campo expandido que se constituye en escenario del conflicto principal va a serlo, si no lo es ya, el de la propiedad intelectual.

Más que ninguno anterior, la definición de este territorio como escenario de conflicto de intereses desvela el carácter metafísicamente pecaminoso (aquella pecaminosidad consumada de que hablara Lukács encuentra aquí una ilustración precisa) de cualquier impulso acumulativo que encadene la libre disposición. Puede que ello se deba a ese rasgo particular que distingue al conocimiento como aquél tipo de propiedad que no se pierde cuando se transmite, y que por la misma razón no se agota cuando se consume[5]. En cierta forma, en efecto, la inmoralidad ontológica de cualquier pretensión de bloquear el libre acceso a cualquier bien de interés común resulta aún más sangrantemente evidente cuando ella se refiere a esa mercancía inmaterial, el conocimiento.

Así -me parece- lo ha puesto en evidencia, ya a comienzos del siglo 21, alguna escaramuza que bien podríamos tomar como avanzadilla de ese nuevo teatro del conflicto social –que es la lucha por la posesión (o el uso) del conocimiento. Pienso en el que ha enfrentado a los millones de enfermos de sida habitantes de los países del tercer mundo –contra las multinacionales farmacéuticas propietarias de las patentes de los medicamentos que ayudan a sobrellevar la enfermedad. La irracionalidad moral de un gesto que bloqueara ahí la libre disposición del conocimiento habría repugnado tanto a cualquier residual sentimiento de humanidad –que a las multinacionales no les ha quedado finalmente otro remedio que ceder al libre uso de las patentes.

Importa desde luego resaltar que el conocimiento y la lucha por su libre disposición va ahí pareja a la toma de partido por un no aniquilado sentido de la justicia y la solidaridad social, pero también, y para lo que aquí comentamos, que esa lucha se ha desplegado por entero en el terreno del conocimiento, del valor de la información: en efecto, lo que las mismas multinacionales han ganado haciendo su cesión –nada altruista por tanto- es traducible en valor simbólico, en valor de imaginario social. Cuanto menos el valor que han ganado porque no han perdido. Pues no olvidemos que tan productor de riqueza –y valor económico por tanto- es el uso restrictivo de la patente protegiendo privilegios comerciales particulares en el acceso a un saber, como lo es el capital simbólico que se asocia a la imagen con que una marca se enfrenta al mercado potencial de sus consumidores, en el que otra actitud le habría atraído sin duda incontables pérdidas.

7. Redes de trueque digital.

Dos casos de estudio más, en relación a este tema (en cierta forma casos originarios): el episodio Napster –y las redes p2p de intercambio de mp3- y el desarrollo de software libre. Lo que el primero pone en evidencia es que, en el seno de economías de distribución, los contenidos de información y conocimiento cristalizados en formato digital revisten un carácter naturalmente reproductivo, para el que cualquier asignación de origen, cualquier remisión de originalidad con pretensiones de ejercer un efecto de control o administración de valor –o derecho- sobre sus copias, remite a una lógica –la lógica de lo industrial, como matrización del proceso de producción en serie- que aquí se revela inadecuada, si es que no definitivamente inoperante. En el filo de esa inadecuación el usuario último se encuentra con un material que le es muy fácil compartir –y ello es algo que, de manera espontánea, puesto que se trata de un producto que genera experiencia estética, se desea hacer.

La verdadera amenaza para las industrias discográficas nunca fue Napster –puesto que su finalidad última nunca fue otra que una igualmente lucrativa, el control de un nuevo escenario de mercado- ni lo será nunca ningún aparato “pirata” de explotación ilícita de los derechos de autor. La verdadera amenaza es la propia espontaneidad con que la experiencia estética produce sentimiento de gregariedad, se expande y enriquece en el ser comunicada, compartida. Es ahí –en el deseado intercambio directo y libre entre los usuarios- donde las nuevas industrias del conocimiento que desarrollan sus producciones en formatos digitales, inherentemente reproducibles por tanto, tienen su damocles. El trueque digital[6] con carácter no oneroso, sin que en ninguno de sus puntos se produzca intercambio lucrativo alguno –ésa es la verdadera amenaza. Esa pequeña modalidad del compartir irregulable que lleva a cualquier sujeto de experiencia a querer transmitir, compartir y contagiar su pasión –el afloramiento de procesos de microcomunicación en el dominio de la interpasión-: he ahí la dinámica más subversiva que, contra las pretensiones de regulación industrial de la circulación pública del conocimiento, aflora cuando los potenciales de la reproducción sin regulación de origen cristalizan en formatos digitales.

Inesperada irrupción de economías colaborativas –del préstamo y el libre compartir, del trueque digital- en el escenario hiperregulado de las nuevas economías. Muy probablemente, en el retraso cada vez más escandaloso de la puesta en marcha a pleno rendimiento de todas las tecnologías de la digitalización cultural –la banda ancha (seria), el e-Book, la voz ip, el wi-free, la net.tv- se hace visible la necesidad que todas las industrias del sector experimentan de tomarse un tiempo muerto de cautelas y precauciones ante su dificultad para controlar la aparición intempestiva de esos escenarios multiplicados de la microcomunicación –y su capacidad para constelarse en redes expansivas, rizomas de intercambio cooperativo.

8. copy right, copy left.

Segundo caso de estudio: el software libre de código abierto (open source). No solo Linux y sus distribuciones –de nuevo únicamente la punta del iceberg- sino todos los programas de desarrollo de software de código abierto –toda la panoplia de programas ofrecida en SourceForge.net- bajo licencias GNU. El interés de este proyecto y el modelo que está articulando va más allá de la generación de estructuras de distribución gratuita del conocimiento –en una primera acepción, la noción de freeware remite en efecto al carácter gratuito de la distribución-: lo más interesante de estos programas es sin embargo el hecho de que también su producción es colaborativa, generada mediante una red anónima de contribuciones. Más allá de lo obvio –el hecho de que toda producción contemporánea de conocimiento es el resultado de una cascada retroalimentada de hallazgos parciales, que necesariamente implica por tanto a una pluralidad de investigadores- lo interesante del software producido bajo licencia GNU[7] es que, manteniendo el código abierto, autoriza y hace posible no solo su libre utilización, sino también la libre modificación –y ello con la única condición de que las modificaciones introducidas queden igualmente a libre disposición.

Al amparo del régimen que ahí se instaura no sólo se alteran las condiciones de acceso a la información -en cuanto al consumidor, al receptor-: también se articula una nueva relación colaborativa en cuanto a los modos de la producción. En virtud de ella, la misma noción de autoría queda tocada, diseminada en un proceso de intertextualización constante. Los procesos de bricolage, recomposición y tergiversación –sobre todo en el sentido situacionista de derivación- característicos del modo de trabajo de DJ contemporáneo podrían valer como ejemplo más cercano, pero será entre los plagiaristas y partidarios explícitos del copy left[8] donde se realice el intento de extraer sus más radicales consecuencias. Para bien o para mal, el régimen que a título de laboratorio de experimentación política se efectúa en ellos impregna en todo caso con su carácter a la totalidad de los contenidos presentes en la red –y eso no solo porque, de iure, pueda faltar todavía en buena parte una auténtica regulación legal: sino porque de facto esa disponibilidad está en efecto ya puesta –cuando menos como posibilidad- en su misma presencia.

9. [re: post]: sociedades del conocimiento.

El célebre informe lyotardiano[9] “sobre el saber en las sociedades más desarrolladas” –informe cuyo destino quedó tal vez demasiado marcado por la presencia de un prefijo de ambigua fortuna- estableció con indiscutible acierto el campo analítico por excelencia para abordar las transformaciones de las sociedades contemporáneas. A saber: el del conocimiento y sus metamorfosis contemporáneas debidas a la informatización de los procesos de su producción, distribución y almacenamiento. Establecer críticamente una correlación entre esos procesos de transformación y las dinámicas de legitimación del saber se perfiló en efecto como la tarea más urgente –tanto más cuanto que el asentamiento progresivo de esos cambios técnicos parecía sentenciar inexorablemente pragmáticas efectivas presididas por un único horizonte, el de la performatividad, que con palabras del propio Lyotard no podía aparecerse sino escalofriante: en la práctica, la reducción del saber al valor.

Pero una especie de inevitable[10] ceguera epistemológica situó el debate en el lugar equivocado –en torno a la cuestión de si el diseño de procedimientos de legitimación alternativos a ése de la performatividad (ya fueran comprometidos con los viejos Grandes Relatos y sus procedimientos consensualistas, ya con nuevas dinámicas de validación agonística, paralógica y disensual) debían reconocerse en la estela del proyecto moderno o en cesura de él. Cuando en realidad la auténtica cesura histórica que las transformaciones en curso estaban anunciando se refería, precisamente, al desplazamiento estructural que la función de la cultura, el saber y el conocimiento, estaban en trance de sufrir. Para decirlo rápidamente: el que traería su esfera al centro mismo de la actividad productiva, sentenciando la definitiva transformación de las actuales en sociedades del conocimiento.

Cuando Lyotard redactaba su informe, es verdad, esta transformación estructural aún no se había producido sino en una fase previa, preparatoria. En ella, en efecto, la informatización afectaba a la optimización que la gestión y almacenamiento telemático del saber permitía de los procesos de producción –industrial tout court, a la sazón. Tenía por tanto razón Jameson al oponer críticamente (y su crítica era en ello la más precisa y mejor fundada) que en rigor carecía entonces de fundamento hablar de sociedades post-industriales –por lo mismo, su interpretación de la cultura postmoderna en términos de pauta del capitalismo avanzado era inapelable.

Sólo que pasado un tiempo, y seamos en ello un poco salomónicos, también esa fase ha quedado atrás –dándole acaso retroactivamente la razón a Lyotard-: de lo que ahora sí se trata, en efecto, es de un desplazamiento que, impulsado indudablemente por el proceso de informatización, ha traído al del saber al centro mismo de los procesos de producción. A resultas de lo cual seguir distinguiendo estructura y superestructura –para analizar los movimientos de ésta como efecto expresivo de aquella- parece ya tremendamente problemático. Puede que en efecto el aparecer de ese escenario problemático fuera el perfilado por el enigmático diagnóstico de fusión integrada del espectáculo que Debord consideró la única modificación importante en la historia del mundo ocurrida en el lapso que separaba la publicación de La Sociedad del Espectáculo de la de sus Comentarios….

O quizás que, haciendo buena aquella extraña pero implacable ley por la que todo medio realiza únicamente la norma del que le precede, decidiendo su realización diferida[11], sería justamente ahora cuando aquel diagnóstico del devenir post de las sociedades del capitalismo encuentra un signo diferencial que señala una escansión precisa. Entre aquellas sociedades en que las fuerzas de la producción y las del representar habitan escenarios disjuntos, entre los que se trazan en todo caso transversales develatorias, y aquellas otras en las que ambos ámbitos han colisionado y se funden definitivamente, haciéndose ominosamente indistinguibles.

10. El (falsificado) rostro humano –de las sociedades del capitalismo cultural

Definitivamente: hablamos de sociedades del conocimiento, o incluso del capitalismo cultural, para designar una fase avanzada de desarrollo del capitalismo en la que el saber, el conocimiento, o incluso la propia esfera de lo cultural -antes únicamente capaz de generar un comercio fruitivo o simbólico, en todo caso suntuario, perteneciente a las órbitas de la sobreabundancia, la opulencia o el lujo[12]- se sitúan en el centro mismo de los procesos productivos, generadores de riqueza. No por ello -no por poner su centro motor en estas figuras, siempre regaladas con el beneficio de un crédito moral añadido- hemos de presuponer en todo caso que el capitalismo vaya a hacerse más humano, menos alienante o más justo: al contrario, lo que en su escenario se prepara y agazapa es un sistema aún más alienante o bárbaro, precisamente por mejor maquillado, por más capaz de encubrir su rostro salvaje con la máscara de una mejor fingida humanidad, de una más extendida disposición a la solidaridad o la persecución de la autenticidad[13]. Basta sin embargo asomar la mirada bajo esa lluvia constante de discursos y representaciones bienintencionados con que se adereza, para percibir que el mismo escenario de organización de la injusticia y la desigualdad, de negación de espacios de libertad y de horizontes de autenticidad para las formas de la experiencia, sigue preparado, e implacablemente, para no dejar fisuras –o para dejar muy pocas.

Como quiera que sea, y en efecto, es preciso no olvidar que, y aun cuando hablemos de sociedades de capitalismo cultural, la tarea que nos sigue apareciendo más necesaria es la de proponer los conceptos e instrumentos que hagan posible, a la postre y todavía, la crítica de su economía política.

11. e-cK: [ capitalismo_cultural_electrónico ]

Primera clave para el asentamiento de esta nueva fase –del capitalismo cognitivo-cultural-: el florecimiento fulminante de las industrias de la informatización –sobre todo del software, pero no menos de los aparatos de organización y búsqueda de la información acumulada- como generadoras autónomas de riqueza (es decir: no ya como industrias auxiliares que soportan el crecimiento de los beneficios en sectores otros, sino en el suyo propio). Y segunda, e inmediatamente: la emergencia de una nueva megaindustria crecida en el entrecruzamiento de esa recién autonomizada de la informatización, con las de la comunicación y la producción cultural y de entretenimiento. Este escenario de convergencia de las tres industrias con mayor índice de crecimiento en las sociedades del capitalismo avanzado se produce en el contexto de la implantación generalizada y desarrollo de las nuevas tecnologías de información y comunicación electrónica -en virtud del desarrollo de la revolución digital, que ofrece una red de canales para su distribución pública y consumo bajo la forma de la cultura de masas- y es ello lo que justifica plenamente la denominación utilizada –de capitalismo cultural electrónico- para designar esta fase histórica, de amplio ciclo.

Parece indiscutible que este nuevo sector (post)industrial tiende a convertirse en el más importante tanto en cuanto a la generación de riqueza –la nueva economía no significa únicamente el rebasamiento de la economía productiva por la especulativa: también el desplazamiento del eje de ambas al entorno de ese cuarto sector, el de la producción del conocimiento, del saber, de la cultura, de los “contenidos”- como en cuanto a la producción de consumo. Según cifras proporcionadas por diversos estudios, en el momento actual el consumo de productos culturales, de entretenimiento y ocio, supera ya en amplias capas de población de las sociedades occidentales avanzadas al consumo del resto de los otros bienes –en palabras de Michael Mandel, “el consumo cultural supera al de automóviles, salud, electrodomésticos, zapatos, ropa y casa”. Por su parte, Jeremy Rifkin, asegura que “el 20% de la población estadounidense gasta ya más del 50 % de sus ingresos en acceder a experiencias culturales”. La previsión de la mayoría de los autores coincide en señalar que la importancia adquirida por este nuevo sector industrial continuará creciendo en las próximas décadas, hasta convertirse en el motor principal de las nuevas sociedades. Con palabras de Neal Gabler, “las industrias de mayor crecimiento en Estados Unidos son aquellas directamente relacionadas con el entretenimiento y todo aquello que, de una manera u otra, permite a la gente escenificar su vida”. La conclusión que en su análisis de las sociedades del acceso nos propone Rifkin es clara: “La producción cultural será el principal terreno para el comercio global en el siglo 21. La producción cultural asciende a la primera posición económica, mientras que los servicios descienden a la segunda, la industria a la tercera y la agricultura a la cuarta”[14].

Podemos afirmar que ésta es una transformación que -citando ahora a Toni Negri- “afecta en profundidad a la misma reorganización de la producción a nivel mundial. Cada vez más, los elementos que están ligados a la circulación de mercancías y servicios inmateriales, a los problemas de la reproducción de la vida, están pasando a ser centrales”[15].

12. [ Kultural capitalism ] – o el fin de la Kultur.

Este ascenso de un capitalismo cultural coincide –no podría seguramente darse sin coincidir- con el declive precipitado de la totalidad de las Grandes Máquinas productoras de identidad, de socialidad. Ese conjunto de dispositivos que ostentaban el encargo público de la reproducción social –familia, religión, etnia, escuela, patria, tradiciones, …- tiende cada vez más a perder su papel en las sociedades occidentales avanzadas, declinando en su función. Sin duda el espectacular aumento en la movilidad social –geográfica, física; pero también afectiva, de género e identidad tanto como de estatus económico o profesional- determina esa decadencia progresiva de máquinas en última instancia territoriales (efectivas en el enlazamiento del sujeto a la tierra, a una territorialización específica en ella). Pero lo que sobre todo decide su actual debacle es la absorción generalizada de esa función –directamente por parte del universo de la mercancía, de la máquina capitalista.

Ella en efecto conjura poderes y funciones antes reservadas en exclusiva a la esfera de lo cultural. Por ejemplo, la tarea –quizás por excelencia definidora de la función estética- de proporcionarle al ciudadano el momento exonerante que le permita sentirse momentáneamente libre de su forma exhaustivamente normativizada, sometida a continua regulación –merced a su apropiación del ocio, del entretenimiento y la diversión. Pero, y sobre todo, su absorción de la función identificadora –productora de socialidad e individuación, de subjetividad (como inscrita en lo colectivo, en el reconocimiento de su pertenencia gregaria a una u otra comunidad). Su hacerse cargo, en última instancia de toda la tarea de reproducción social, de todo el trabajo de administrar la representación. Es en esa asunción de tarea –en esa usurpación de tarea- donde el nuevo capitalismo se inviste de los papeles de la cultura –y el afloramiento de una industria potencial se erige y consolida sobre una transformación estructural cumplida del propio paradigma epocal.

Bien que, inevitablemente, todo ello no ocurre entonces sino a costa de una impostación total del propio concepto de Kultur, al menos tal y como hasta ahora nos era dado pensarlo, invocarlo, tal y como él se había prefigurado en el contexto de una episteme para la cual era su esfera la que soportaba todo el trabajo callado de la producción de identidad, invistiendo al sujeto de relación con la comunidad, con todo su pasado y con la totalidad sumarizada de la memoria de sus realizaciones.

Fin entonces de un concepto densificado de cultura que soportaba el encargo de producir –en el proceso de la bildung- al individuo como alma bella, como cumplimiento de espíritu, como grandioso espejo miniaturizado de la memoria acumulada de la tradición, como resonancia y concreción de lo absoluto histórico y universal de la humanidad en el eco fractal del sujeto realizado, individuo egregio. Fin entonces de esa definición de la cultura como ámbito en el que nuestra pregunta por aquello que, como sujetos de experiencia, nos es dado esperar en relación al tiempo y a nuestra existencia y su cesación –obtenía aún una respuesta que pudiera referirse a la pertenencia genérica a la especie, a la participación silenciosa e intensa en esa bataillana comunidad imposible con la que sólo esa comprensión –para siempre ya desterrada- de la kultur, lograría enlazarnos, remitirnos –formulando todavía y una vez más para nosotros, los más efímeros, su rilkeana promesa de eternidad, de pertenencia a algo secular que todavía hablaría en nosotros.

Allí donde esa función es desplazada hacia nuevos (y depauperados) dispositivos –los que desde el universo de la mercancía y las industrias del ocio y el entretenimiento asumen ahora el encargo de la reproducción social- la nueva producción de identidad aparece descargada de todas aquellas funciones de memoria y remisión –al fondo de una heredad inmemorialmente patrimonializada en una sucesión de sedimentaciones ahora brusca, definitiva y peligrosamente interrumpida. En el contexto de eso que Steiner con solemne desprecio describía como nuestro estadio de postcultura.

13. [ cultural Kapitalism ] – o el Kapital au delá del mercado.

Aligeradas de ese peso de remisión (a una presunta heredad inmemorial y cosmopolita) las nuevas máquinas gestionan su efecto de identidad sin consolidar retroacciones, sin forzar tensiones recursivas. Los nuevos sujetos flotan apenas sobre la superficie de sus vidas, deslizándose como por sobre un aura que las nimbara. Ninguna adhesión, ni a sí mismos –ni a los recuerdos que de sí consiguen estabilizar- ni a los objetos que constelan la plasmación de sus imaginarios, ninguna parece sino transitiva, efímera y provisoria. El mismo escenario por excelencia en que esos objetos se intercambian, el mercado, se diluye como un puro efecto de temporada. Cada vez es menor el lazo que sujeta a ese yo de la experiencia con los objetos a los que la relación de posesión le uniría. Como la del viejo flanneur baudelaireano, la melancólica mirada de este nuevo sujeto leve rebota una y otra vez en cada escaparate, en cada pantalla, para decir la incredulidad que sus promesas despiertan.

Cada vez menos el mundo se enciende en sistema colonizado de los objetos, cementerio de las mercancías, cada vez más el capitalismo se destapa como mera y eficiente máquina de redistribución de los afectos, de organización de las representaciones, de regulación de los imaginarios, de escrituración de los deseos. Su poderío se asienta en esa gestión, de normador relacional –es la máquina que concilia los modos de la comunicación, el código que arbitra y establece los protocolos de toda reciprocidad, con el mundo, con los otros, con un@ mism@.

Alejado cada vez más del mercado, del escenario de los intercambios –de objeto- mano en mano, su poder de organización del mundo atraviesa ahora y sobre todo el ordenamiento de la distribución de los flujos, reservándose la capacidad exclusiva de acelerarlos o establecer cortes sobre ellos. Flujo y corte, distribución y regulación del acceso –y no ya aquella torpe escena del intercambio lastrado sobre los objetos (sobrecargados de fantasma, heridos de sobrepuja, de valor de cambio).

Pero puede que esta nueva disposición de la máquina capitalista a llegar y funcionar más allá de todos sus supuestos dispositivos nucleares –más allá de mercancía y acumulación, al otro lado de economías de mercado que se diluyen y renuevan ahora en otras de la mera distribución- no debiera sorprendernos.

No lo haría si no hubiéramos olvidado que ella –el capitalismo- es la dinámica de apropiación del mundo puesta en juego por la estirpe de los desheredados, de aquellos para los que ni raza, ni tierra, ni abolengo, ni nombre ni propiedad –nada otro que la inmediatez instantánea y fugaz de la actividad- significaba nada. Acaso sí, debiéramos estar preparados para comprender el asentamiento de esta forma del capitalismo, que de nuevo transfigura a su paso el mundo, sobre todo como realización inexorable y cumplida del nihilismo, de esa forma profunda de comprensión de la completa falta de fundamento de todo existir. Para la que un sostenido impulso de apoderamiento del mundo se instruye en el poder y la vocación de des-ilusionar, de secularizar, de desmantelar precisamente y siempre cualquier construcción fidelizada que le preceda –así hubiera sido puesta por él mismo (de hecho, es seguro que esto ha sido siempre así).

14. [ e-cK ]: la constelación expandida de las industrias de la subjetividad.

“No es una exageración decir que la lucha diaria por tener una vida propia se ha convertido en la única experiencia compartida que resta en el mundo occidental. Ella en efecto expresa lo único que queda de nuestro sentimiento de comunidad.”
Ulrich Beck[16]

Así: que cuando hablamos de capitalismo cultural hablamos, sobre todo, de un modo de producción cuyo objeto por excelencia es la fabricación masiva de subjetividad, de vida propia. Sería difícil no percibir el falseamiento que ello inevitablemente conlleva –pero es un falseamiento de nada, al que ni precede ni podría suceder autenticidad alguna. Ella, esa autenticidad en su falta, es acaso su mejor argumento secreto, su punto-fuerza, su arquitrabe escondido: sobre ese espejismo se eleva y asienta todo el poderío de la mayor megamáquina que nunca se ha apoderado de la tierra, del existir.

Esa megaindustria –la gigantesca y difusa constelación que abarca las industrias del ocio, el espectáculo, el turismo “cultural”, el entretenimiento, las agencias de la aventura, las de los afectos o los “contactos”, toda la organización del trabajo afectivo, las industrias de experiencia, las culturales y del imaginario colectivo, la constelación expandida de las industrias de la visualidad y la estetización del mundo (el diseño, la publicidad), …- recubre el mundo de una omnipresencia cuya función no es otra que esa desplazada de lo cultural –que consiste en producir al individuo, en construirle como personaje, en proporcionarle argumentos y narrativas de individuación, de reconocimiento de pertenecia y distinción[17] en contextos de comunidad, de socialización.

Esa función desplazada por la que lo cultural deja de ser puente de relación con el pasado o las tradiciones, con la memoria acumulada de los hallazgos de la humanidad, instrumento de reproducción social, para convertirse sobre todo en dispositivo y argumento de producción de individuación, en macrofábrica de las ficciones que entrelazan el imaginario de una vida propia, en gigantizada industria de la subjetividad. En su entorno, el capitalismo –y todas las posibilidades de la resistencia contra él- se instituye justamente con la forma de la biopolítica, allí donde la relaciones de dominio no se producen bajo la forma de la represión o la expropiación prioritariamente: sino antes bien bajo las de la inducción controlada, bajo la del producirse de la vida y de su sujeto, sometida desde su misma fábrica al control exhaustivo –en el entorno de aquellas descritas como sociedades del control, en efecto- de la nueva constelación omnipoderosa de las redes de megacorporaciones que organizan la nueva distribución del poder en el mundo.

15. El principio arquimédico del nuevo capitalismo cultural.

I lost myself, I lost myself.
Radiohead[18]

Innecesario resaltar el extraordinario poder –la extraordinaria responsabilidad- que ostentan al respecto las prácticas de producción simbólica –y específicamente aquellas cuyo campo se despliega en el entorno del significante visual. Ellas ponen en juego esos pequeños efectos, esas micronarrativas que, una vez derrumbadas las grandes máquinas productoras de identidad, constituyen las únicas apoyaturas que la nueva vida moderna le ofrece en su desamparo al nuevo sujeto leve –ese que recorre sus malls y escenarios a la búsqueda del sí mismo que, quizás, la policía del Karma le habría robado. Esos pequeños dispositivos –cuyos paradigmas podrían perfectamente ser el clip musical o el spot publicitario- que modulan los únicos efectivos imaginarios de contraste en que el que existe, el que está siendo, logra reconocerse -producirse, autorelatarse- como semejante a sus semejantes y diferenciado de ellos, como individuado en lo común, como agenciamiento cumplido de experiencia singularísima y vida propia –en todo caso homologable, referible a su pertenencia al grupo, en el rastro perdido de alguna y evanescente comunidad.

Se diría que, en gran medida, la debilidad del capitalismo cultural actual se refiere a lo fallido de una ecuación que podríamos denominar su principio arquimédico: que el peso de lo desalojado -todo ese fundacionalismo del sujeto que ha sido arrastrado con el hundimiento de las grandes máquinas de producción identitaria bioterritoriales- supera con mucho la inconsistencia leve de lo puesto en su lugar –en la dramática banalidad de los modelos y dispositivos de identificación que las contemporáneas industrias del imaginario colectivo son capaces de elaborar.

Acaso en efecto podríamos asumir, y como hipótesis, que muchas de las crisis y convulsiones que sacuden -y aún por mucho tiempo habrán de sacudir- la existencia del capitalismo globalizado en nuestra época tienen su origen abstracto justamente en el desequilibrio y la resistencia que las concepciones fundamentalistas del sujeto y lo social que él desplaza ejercen (y van a seguir ejerciendo) en su contra. Allí donde los efectos de identidad que él, a cambio, promueve –apenas podrían tomarse (si es que no de todo lo contrario) como espurias y debilitadas promesas de consistencia del acontecimiento, de resonancia en el estar ahí, de realidad, de duración …

Radiohead todavía:

Strobe lights and blown speakers
Fireworks and hurricanes
I’m not here
This isn’t happening
I’m not here
I’m not here[19]

16. Los tres impactos –sobre las prácticas culturales.

Primer efecto de este desplazamiento del capitalismo cognitivo sobre las prácticas culturales: una tensión de absorción creciente al seno de las industrias del espectáculo y el entretenimiento, de lo simbólico, en el que se disolverían sin margen de maniobra para expresar su diferencial. Frente a ello, su primer reto consiste en justamente ser capaces de ejercer una resistencia a este modo inesperado de disolución de lo cultural, y el arte (no en vida cotidiana, sino en el espectáculo que la ha suplantado).

Segundo efecto: su adquisición de una carga de fuerza primordialmente política -toda vez lo que más está en juego en las nuevas sociedades son los procesos mediante los que se deciden cuáles son, y cuáles van a ser, los mecanismos y aparatos de subjetivación y socialización que se van a constituir en hegemónicos, cuáles los dispositivos y maquinarias abstractas y molares mediante las que se va a articular la inscripción social de los sujetos, los agenciamientos efectivos mediante los que nos adentraremos de ahora en adelante en la compleja aventura de devenir ciudadanos, miembros de un cuerpo social, participantes en lo común. Y ya están dichas las enormes responsabilidades que las prácticas productoras de visualidad, de imaginario, ostentan al respecto.

Y tercero, un requerimiento imperativo de adecuación de sus maquinarias y regímenes a las nuevas economías de distribución, abandonando las de mercado y comercio en las que, más o menos subrepticiamente, habrían permanecido. Unas prácticas –el cine, la música, la literatura- parecen mejor preparadas para ello que otras –aquellas en que el ejercicio de la afirmación del original funda la lógica de su institución social-. Pero todas por igual serán forzadas a atravesar esta metamorfosis o se verán condenadas a desaparición -o supervivencia depotenciada, como prácticas residuales sin energía efectiva para configurar decisivamente imaginario, como prácticas zombi, habitantes de un tiempo prestado, y acaso destinadas en exclusiva al consumo de élites o minorías de rancio y trasnochado gusto (como ciertamente quedan los deambuladores de librería de viejo, o los coleccionistas de partituras o sellos de correo).

17. La estetización difusa del mundo.

Primera operación teológica –Marx dixit- del capitalismo sobre el mundo: su transfiguración generalizada a la forma de la mercancía –su reducción universalizada a la forma del valor de cambio de ella administra. La que ahora concierne al nuevo modo de su apropiación del mundo –cuando al capitalismo mercantil sucede el cultural- pone en juego una segunda y más sofisticada argucia: la transformación del mundo a su forma estetizada.

La estetización generalizada del sistema de los objetos –bajo la eficacia de las industrias del diseño, la publicidad y toda ésa de la iconosfera que maquilla al mundo de apariencia estetizada- es únicamente un primer paso –y acaso el más inocente. Si su único argumento de seducción teológica, de encandilamiento, se jugara en los objetos, tocándolos con la forma de la “belleza” –esa bobería melíflua en la que hace mucho tiempo nadie serio cree (y muchos menos unas disciplinas que han sabido someterse al requerimiento de la autocrítica inmanente)- entonces su trampa apenas hubiera prosperado. Pero su fuerza es inmensa cuando proyecta su pregnancia abracadabrante a la vida del espíritu -al modo de la experiencia. Es ésta la que el capitalismo cultural trabaja para condicionar, y el resultado de su eficacia es que efectivamente los caracteres de la estética se generalizan y predican del total de nuestra experiencia del mundo, del modo en que experimentamos (y representamos, para los demás y nosotros mismos) el total de nuestra “propia vida”.

No sólo entonces el carácter exonerante, de descarga y relax frente al flujo de exhaustivo condicionamiento de los modos de vida que ejerce la presión del sistema económico-productivo, sino el propio carácter ficcional y de representación narrativo-simbólica –él es el que marca nuestro modo de experimentar la existencia. Y es entonces del poder de catexizar nuestra experiencia con los modos de lo estético, de lo ficcional y el relato –como si nuestra vida fuera su representación, su película, sí- es de ese poder (que es, o era, el propio de lo estético) del que el modo de apropiación de la vida que caracteriza al capitalismo cultural se carga.

Un poder que en efecto es de orden teológico, y que ya no sólo transfigura el mundo, sino, y sobre todo, se hace cargo del poder de investir de identidad, de personaje, de historia y vida, –al sujeto, al sujeto de la experiencia (que él, y ya solo él, fabrica, sostiene, sujeta).

Ni que decirse tiene que este nuevo encandilamiento del mundo que el capitalismo de la estetización prepara –constituye su gran fuerza. Y que es frente a la gran falsificación que él representa, como modo de estetización banalizado y de bajo nivel (en tanto no se sigue de él ni intensificación efectiva ni reapropiación por el sujeto de la totalidad de su experiencia) que las prácticas culturales son convocadas a resistencia.

Toda vez que, al contrario, ese capitalismo cultural y de la estetización las utiliza como fondo de garantía. Como avales últimos de que ese gran proceso de encantamiento del mundo que él realiza tiene como aval profundo (metafísico, ontoteológico) la promesa de una vida profunda, rica, de una vida -todavía- de espíritu.

18. El tercer umbral.

Nunca las prácticas culturales se han visto enfrentadas a una tesitura en que definir su disposición de criticidad resultara tan complejo. Enfrentadas al canon normador de la academia, su trabajo originario -de crítica de los lenguajes y revocación de las estructuras sintácticas establecidas: el propio de las vanguardias- se movía en un espacio muy definido, frente al que se podía esperar mucha eficiencia.

En un segundo estadio, sin embargo, esa función de criticidad se desplaza hacia la propia periferia de la obra, hacia su exterioridad, hacia el entorno social –eso que Derrida llamaba el parergon- que administra y procura su valor: hacia la institución cultural (hacia la institución-Arte) como tal. Este trabajo es el que realizaron las neovanguardias y adquirió la forma de una crítica de las mediaciones, el cuestionamiento de la constelación de dispositivos institucionales y sociales que administraba la gestión pública del valor cultural. Aun cuando aquí el trabajo desmantelador comienza a complejizarse seriamente, las prácticas artísticas y culturales encuentran su camino –en la figura de la autocrítica inmanente. Es un camino sembrado de contradicciones –pero las practicas culturales consiguen sortear mal que bien sus escarpados escollos ya por la vía de la expresión antinómica, ya por su resolución dialéctica en una dinámica sucesiva de resistencias indóciles y absorciones cumplidas.

Pero en el tercer estadio, en cuyo umbral ya nos encontramos, la economía de resistencia que las prácticas culturales podrían desplegar se enfrenta a un nuevo desplazamiento: aquél por el que ellas son disueltas indiferenciadamente en la constelación difusa de las industrias de la subjetividad, en un entorno expandido y borroso que amalgama a partes iguales espectáculo y entretenimiento, ocio y producción simbólica. En este estadio ellas son apresadas por la fuerza de un doble-lazo que las encadena recursivamente: donde no se consagran a ese destino banal en la producción distraída de sujeto son invocadas –en su falsa autonomía- como fondo último de garantía del proceso en su totalidad. Donde no afirman la especificidad de su existir diferencial –abandonan a las solas manos del espectáculo la tarea de construcción del mundo del espíritu, mediante el que el sistema del espectáculo opera su contemporáneo y falsificador encantamiento del mundo.

Es la oscilación obligada por los polos de este doble vínculo la que dibuja el esquema de extrema complejidad contemporánea que desafía el destino de las prácticas actuales, incautadas entre el rechazo sobreactuado y la anticipación cínica de su absorción cumplida, en un clima generalizado de decepción instruida[20].

19. Masa y realidad.

“Se denota así en el ámbito plástico lo que en el ámbito de la teoría advertimos como un aumento de la importancia de la estadística. La orientación de la realidad a las masas, y de éstas a lo real, es un proceso de alcance ilimitado tanto para el pensamiento como para la contemplación”.
Walter Benjamin[21]

El nuevo régimen de distribución pública de las ideas y contenidos culturales sentencia la hegemonía indiscutida de aquellas tecnologías –de aquellos medios- que propician una recepción simultánea y colectiva. Incluso para aquellas cuya lógica buscaría de modo espontáneo la contemplación singularizada del sujeto único –caso por ejemplo de la pintura- la exigencia de adecuación a las nuevas lógicas del espectáculo impone la implementación de mecanismos añadidos que posibiliten su efectiva orientación a las masas. El Gran Museo Espectáculo –del que la Tate Modern o el Guggenheim podrían reconocerse como buques insignia de una política que en todo caso se generaliza- se concibe precisamente como atractor para ellas, instrumento de su ingeniería pública. Lo que por su mediación se realiza es en efecto esa adaptación que adecua –y quizás desnaturaliza- la práctica a su recepción “simultánea y colectiva”.

Al paso de esa ingeniería, la variación de nuestro sentido para lo igual en el mundo –no sólo se dice ya del mundo de los objetos fabricados, no sólo expresa la presión de las copias contra los modelos que regularían la serie, no sólo es testimonio de la rebelión de los simulacros. Sino que modifica también -y la trascendencia de ello para una variación decisiva del sentido de la cultura no es menor- el modo en que ella, la cultura, produce a sus destinatarios. Fábrica de sus públicos, de sus audiencias, las tecnologías de la reproducción proyectan su sujeto como iteración múltiple, clonada en el dominio y la esfera de lo público.

En ello se anuncia la quiebra de aquella aspiración burguesa a una especie de destinación formativa (y fruitiva) individualizada de la cultura para el sujeto singularísimo, para ese lector prójimo que, como interlocuteur valable, actuaría además como trasunto necesario del creador-genio. Por extensión, desde luego, el devenir “de masas” de toda la producción cultural -bajo régimen de reproductividad electrónica. Y entonces, y finalmente, algo que quizás representa el más sugestivo desafío político que ellas determinan para nuestro tiempo: la necesidad de, bajo tales condiciones, volver a repensar “lo común”, las condiciones mismas de un nuevo sentido de la hermandad –ese tercero olvidado del programa ilustrado que tal vez estaba llamado a conciliar lo más irreconciliable de los dos primeros términos, los de igualdad y libertad. Y la orientación a él de lo real.

20. La esfera pública y los new media.

Toda la fuerza de utopía que adorna –o en algún momento ha adornado- la imaginación de los new media se apoya en la fantasía de colectividad que ella es capaz de alumbrar. Para ser más exactos: en la expectativa de comunidad, de socialidad, que su potencial de restituir lo público vuelve a hacer, en su entorno, pensable.

Acaso –y contra toda previsión, el gran sueño que lo moderno atrajo al mundo no era tanto el del individuo, el del sujeto afirmado en la territorialidad de su especificidad concreta y corpórea, cuanto un dionisíaco sueño post-místico de gregariedad que disperso en la efervescencia entregada de la revuelta callejera, del derrocamiento del ancien régime, o quizás en la imaginación de ese universal comsmopolita que alentaba una idea congregada de la condición humana, alimentaba y densificaba el nuevo proyecto moderno de construcción del sujeto con caracteres que permitían nítidamente diferenciarlo del viejo sujeto-alma del platonismo judeocristiano –y sus comuniones.

Esos caracteres diferenciales tenían que ver, sin duda, con esa dimensión de lo común como escriturador del destino en la historia –ella pertenecía no al sujeto individual, sino a su congregación- de los sujetos de experiencia, de libertad, de conciencia, de identidad moral. Diurnizada en la experiencia de lo público, toda la densidad del proyecto histórico moderno carecería de horizonte si dejara de poder ser pensado en un marco en el cual el discurso de la emancipación –del ciudadano- se proyectaba atravesando su incrustación en lo común –por la vía del otro Gran Relato: el de la naturaleza sintética de la Razón, el de su espontánea inclinación a producir síntesis. La del Espíritu absoluto, como sumatorio legítimo de las libertades compuestas (de la libre negociación de las voluntades autodeterminadas en su autonomía radical), sin duda es figura resultante de esa intución-creencia, pero quizás –y al margen de su cristalización en formaciones específicas del espíritu objetivo, sean éstas las formas jurídicas (como el estado de derecho) o las políticas (como la democracia parlamentaria)- la estructura misma de lo público, allí nacida con su forma contemporánea, es la que, por excelencia, mejor definiría ese horizonte de expectativas -sin comprender el cuál solo se entendería lo moderno como una especie de caldo desabrido y sin sustancia.

Y su fracaso histórico reciente como una anécdota, no como la voladura programada de una estructura quebrada –cuyo progresivo desmantelamiento ha sido meticulosamente ejecutado. Ese darse actual de un dominio público depotenciado, convertido en espacio de concurso ciego y mudo de la masa inerte, es el escenario más patente del fracaso –programado, cumplido- de un proyecto civilizatorio.

Como niños perdidos todos, una infinidad de humanos se acercan todavía a esos megaespacios de encuentro, buscándose mutuamente, soñando todavía en ese escenario (de lo público) –en el que encontrarse y dialogar y compartir pensamiento y vida propia, y por virtud de ese encuentro y ese diálogo conciliar los intereses y escriturar de común acuerdo el signo de destino del mundo, fuera aún posible.

Soñando todavía con esa coalición –la ciudad, en última instancia- en cuyo espacio se reconocerían expresos de una conciencia unánime –cómo no decir “conciencia de clase”: no hay otra clase que la que ella produce- en la que no se encontrarían uno a uno perdidos, secuestrados. Ese sueño, que irrevocablemente politiza su fantasía en un dominio por excelencia estético –el del escalofrío compartido, el de la catharsis que liga y vincula a los destinos en una misma intensidad epidemizada (incluso diría epidermizada)- se ha reproducido y reproducirá siempre, cada vez, al hilo de la menor oportunidad ofrecida por la historia. Y su restitución –la de la esfera pública- acaso defina de la mejor manera imaginable –la tarea pendiente.

Para la que la pregunta no es, ya, ¿qué hacer en la esfera pública? –pues tal cosa ya, de hecho, no existe. Sino ¿cómo hacer para restituirla, cómo producirla, dónde y cómo recobrarla?

El sentido de la aparición de cada nuevo media –como de cada nueva manera de concebir el espacio, lo público en la forma y por la mediación que se vehicule- no es otro que re-escribir, una y otra vez la misma pregunta. Cómo sería posible realizar en la historia ese modo de la hermandad, de lo común, en el que la proyección de los singulares (la vida propia de los sujetos de experiencia) no sólo no encontraría anulación, sino al contrario incluso, dimensión práctica y efectividad, sentido.

21. nutopía: la comunidad de participadores.

«We announce the birth of a conceptual country, NUTOPIA «.
John Lennon & Yoko Ono, 1973.

El cine reescribió –sobre todo de la mano de los grandes cineastas soviéticos, quizás más tarde de la de ciertas corrientes de la nouvelle vague, y después el cine expandido, el free cinema o el cine de experiencia- ese sueño de democratización, por la vía de una reapropiación (reapropiación que suponía el emerger específico en un medio de una conciencia de clase) por parte de los pueblos de su propia historia. Godard imaginaba ese pueblo también detrás de la cámara, y la fantasía del aparataje doméstico a disposición universal –“Kodak hace el 90%”, escribía-, le permitía imaginar un horizonte de democraticidad radicalizada. Brecht acuñó –magnificando los potenciales de la radio[22]- la certera imaginación de “una comunidad de productores de medios”, y los sueños de utopía de las generaciones libertarias del 68 y sus postrimerías saturaron el espacio radiofónico de radios piratas y libres, y emisoras multiplicadas. De Paper Tiger TV a la famosa Guerrilla TV, también un rosario de televisiones independientes –o prensa independiente- ha iluminado en uno u otro momento ese sueño dorado de, por la mediación de una esfera pública independiente y participativa, edificar los cimientos consolidados de una comunidad auténticamente hermanada. Al cabo, y cualquiera fuese la forma que adquiriera o el medio que se lo posibilitara, el sueño estaba alimentado siempre y en cada caso por una misma convicción mantenida, firmemente arraigada: que el logro de aquellos objetivos de “libertad, igualdad y fraternidad” que consolidarían ese modo de la comunidad utópica sólo requería de una condición para hacerse posible: que en ella hubiera siempre el modo y la ocasión para “hacer pública la expresión del pensamiento” –según el dictum kantiano.

Acaso la sucesión de ilusiones y desencantamientos –percibida además desde tan cerca, y tan fácilmente en su totalidad a la larga fracasada- tienda a descorazonar, a anticipar lo fallido de cualquier proyección de ilusiones. Pero el mundo es de cada generación que lo vive -“no lo heredamos de nuestros antepasados: lo tomamos prestado de nuestros descendientes”, dice un proverbio masäi-, y nada puede privarnos del derecho a pensar que esta vez, y por cualidades que sería sencillo establecer, esa utopía y en el entorno de los nuevos media puede ser recuperada, cuando menos como perfiladora de un horizonte regulador de las prácticas de acción comunicativa.

Se trataría de establecer la singularidad de internet como tecnología de comunicación, para hacer en su entorno más pensable que nunca lo ha sido esa aspiración a desarrollar comunidades de partipación -entornos en que todos los participantes en los juegos de habla y comunicación pudieran serlo al mismo título, en las mismas condiciones: contextos de acción comunicativa en los que la separación jerárquica y verticalizada de emisores y receptores deje definitivamente paso al rizoma horizontal y acéntrico de una multiplicidad dispersa de utilizadores.

Tres cualidades deciden, bajo mi punto de vista, esa singularidad y sus potenciales. Primera: es un media capaz de generar una recepción colectiva –y de hacerlo además en entornos de privacidad. En ellos el receptor no es convocado en régimen de masa enmudecida, sometido a las lógicas del efectismo y la espectacularidad: al contrario, organiza su tiempo propio de recepción –y en ello dispone de capacidad reflexiva, y por tanto crítica. Segunda: es un media participativo, bidireccional, en el sentido de que cada receptor puede a la vez constituirse en emisor. De internet sí puede afirmarse que es (sobre todo a partir del desarrollo de recursos propios de la web 2.0) auténticamente un DIY media[23] –los recursos necesarios para actuar en su entorno como emisor son realmente modestos, están prácticamente al alcance de cualquier ciudadano o colectivo que tenga la voluntad expresiva o enunciativa de decir algo. Y Tercera: es una tecnología pull –es decir, en la que quien toma información selecciona y atrae aquello que le interesa. No es el emisor quien decide la “programación” –quedándole únicamente al receptor la posibilidad de conectarse o no: sino que la totalidad de los contenidos está puesta ahí, online, y es el espectador en cada momento y en función de sus intereses el que “programa” el flujo de información que le interesa recibir.

Considerando ese conjunto de cualidades, podemos afirmar que en el contexto de internet, la construcción de comunidades de participación es pensable –y más posible que nunca hasta ahora lo había sido. Toda vez que, objetivamente, esas tres cualidades –la de ser un medio de recepción colectiva en entornos reflexivos; la de ser un medio DIY bidireccional; y, tercero, la de ser un medio pull- definen un horizonte de optimidad en cuanto a las posibilidades objetivas de la acción comunicativa a su través, por su mediación.

22. Dispositivos de coalición: la democracia profundizada.

La pregunta inmediata es qué estrategias de neutralización se aplican –para dificultar esa construcción.

Básicamente son de dos tipos: la primera, la ordenación de la información, la forma de organizar indexaciones y búsquedas, y por tanto el control en cuanto a la circulación ciudadana por ella. El verdadero impacto de las punto.com no fue tanto “mercantilizar” internet, cuanto basurizar su distribución de contenidos, someterlo a la lógica del mass media, secuestrar a las grandes audiencias para hacerlas cautivas de sus regulaciones y contenidos vaciados, espurios. Los portales y los buscadores fueron los grandes instrumentos de esta gran operación manipuladora.

La segunda estrategia es la dilación tecnológica, el impedimento de la puesta en circulación de tecnologías que multiplicarían los potenciales de internet –la banda ancha, muy en particular- hasta asegurar que el control de las industrias culturales sobre los new media esté garantizado. Toda la industria de la tele y radio-difusión, de todo tipo de contenidos audio y visuales, incluido el cine, como la misma industria editorial, sufrirán una fortísima implosión –tan pronto como la disposición de canales de banda ancha se generalice, y la convergencia en la pantalla multifuncional se produzca.

La lucha por la construcción de comunidades de participación tiene así en la reivindicación de la banda ancha y la presión contra la liberación ralentizada de los hallazgos técnicos un aliado fundamental en el que en todo momento es preciso insistir. Junto a ello, es preciso desarrollar dispositivos de coalición que permitan a los todos los agentes sociales el poder poner y hacer visibles sus contenidos en el espacio público en condiciones de igualdad y participación. Dispositivos de complicidad como el website colectivo, los anillos, los buscadores alternativos, las bitácoras y blogs, los wikis, los indexadores tipo del.icio.us, las bases relacionales y los directorios de enlaces, los foros y mailing lists, los agregadores de noticias rss y todos los múltiples procedimientos de sindicación de la información …

Es muy probable que el sueño de una democracia directa electrónica se esfumara muy rápidamente, primero al paso de la portalización de internet y la errática aventura de las punto.com y después tras la neutralización por esas mismas herramientas de los instrumentos de la web 2.0. Tanto mejor: descartada la fantasía de una utopía absolutizada, se trata de politizar el uso efectivo y concreto de las mediaciones, favoreciendo su empleo participativo. Pensar en internet y sus posibilidades de abrir una esfera pública enriquecida, en la que una multiplicidad de discursos e interpretaciones diversas del mundo puedan convivir en su diversidad agonística. Se trata de asegurar que los mecanismos de construcción del acuerdo no limitan nunca los derechos del disentimiento, de la expresión pública disidente. Es por esa vía que la contribución potencial de internet a la construcción de una esfera pública enriquecida –más participativa y más abierta a la divergencia mantenida, disensual, de las opiniones- constituye su más valioso respaldo al proceso pendiente de profundización de las formas de la democracia …

23. Desligadura. El mundo como tropología.

Nunca en toda su historia la humanidad había estado tan expuesta al desplazamiento, tan ajena a la determinación del espacio, de la tierra, tan desubicada, tan entregada a movilidades, tan poco «arraigada», tan mezclada de constante con el otro, con todo lo otro, tan habitando territorios y economías de lo simbólico profundamente movedizas e inestables.

Ninguna frontera establece ahora sino una porosidad, un borde transicional a ser recorrido como distopía. El mundo entero se convierte en no-lugar: habitarlo es habitar una virtualidad en desplazamiento permanente. No cabe ya ninguna sujección de los imaginarios al orden del espacio: toda geopolítica deviene arte de la diferencia, de la contaminación, de la deriva y el mestizaje. La historia humana es la de una una errancia, su mapa no puede ser sino la ejecución fundida de una circulación sin límite. No hay la mismidad que consienta el cierre, la aventura espejeada de lo idéntico. Ningún trazado de mapas podría reflejar otra cosa que el movedizo y provisorio levantamiento de las huellas, estelas perdidas, rastros de un pasaje sin límites. El mundo ha estallado en su metástasis: no hay sino los no-lugares, una acumulación desordenada de atopías transtitivas. Toda topología es tropología, acondicionamiento al flujo.

Toda bitácora del mundo contemporáneo invoca así, y definitivamente, un paradigma de diversidad para toda representación de la experiencia, sometido el habitar a una escala que es necesario reconocer bajo perspectiva poscolonial –sin centros, tradiciones u órdenes territoriales que pretendan postularse como hegemónicos. Desligado de la tierra, el hombre la habita como “el lugar de los puntos que no tienen centro, el lugar de los puntos que no son sí mismos”. Como en “código secreto”, de Michel Haneke, cualquier espacio es la territorialidad del resto, posee la mónada de su exterioridad inscrita como un genoma miniaturizado. Cualquier yo, sí, es un otro.

24. www: welfare world wide

Un halo leve recubre la esfera del mundo –convertida en tierra de los flujos, de las movilidades continuas. Todo establecimiento de cortes o fronteras es un ejercicio de violencia ontológica, una impostura de ley sobre el espacio liso. Planetarizado, el mundo reclama su ligereza perfecta, en todas direcciones. Ninguna frontera es lícita, ningún hombre ilegal.

La circulación planetarizada de los flujos –dinero, personas, conceptos, deseo- reclama resonancias ecuánimes, alzadas en proporciones similares. Movimientos compensatorios, una responsabilidad sobre el bienestar de todos se proyecta en las esferas de legistatura y fiscalidad que organizan el mundo –como federación planetaria de ciudadanos. Así, toda producción de riqueza parcial en una zona o beneficiario debe ser obligada a repercutir y proyectar efecto en todas direcciones. Es en ese sentido que el establecimiento de una tasa que redistribuya el bienestar sobre el espacio sinergizado del mundo es no sólo legítima, sino exigible y urgente. Si ninguna frontera opone la circulación de los flujos-código del capital, que ninguna contenga los del deseo, los imaginarios, las personas o su derecho al bienestar. Welfare world wide, reclamamos el ejercicio de una responsabilidad compartida sobre el mundo, de un resonar y repercutir de todo progreso en un orden cosmopolita, extendido a la totalidad de los habitantes del planeta.

Fin del arbitraje de los estados-nación sobre el bienestar y su redistribución. Nuevo ámbito para todo republicanismo radical: la escala planetarizada de la nueva confederación del mundo.

25. Imagen-tiempo: el fin de la era de la imagen del mundo.

La aparición primero, y el asentamiento después, de la imagen-movimiento como forma hegemónica de comparecencia de la imagen en el mundo sentencia la estabilización de un nuevo régimen de la visualidad, una nueva reglamentación de los modos posibles de su experiencia –e incluso, lo que quizás es más trascendente desde el punto de vista de las economías de la representación, una alteración muy profunda de los modos de nuestra relación genérica con el signo, con el efecto significante como tal.

Ese trastorno se opera en primera instancia a nivel de la propia ontología de la imagen. La identidad a sí de toda imagen en el transcurso del tiempo –pues toda imagen representa la singularidad de un aquí-ahora específico- funda el espacio del grafo, de la representación, como dominio de la identidad, de lo no sometido al tiempo. Si la aparición de la imagen técnica nos prepara en casi todo para una percepción inédita de lo igual en el mundo –la seriación de los simulacros, la misma identidad distribuida de los receptores- en este punto lo idéntico se desvanece. La imagen deja de ser aquel ente congelado frente al tiempo, idéntico a sí en su transcurso. Merced a los operadores (obligadamente técnicos) de transición perceptiva[24] comparece el movimiento, el durar, en el terreno de la representación. Ella en efecto deja de ser re-presentación –para volverse presencia, un transcurrir, un ser únicamente dejando de ser, sustrayéndose, difiriendo. La propia estructura ontológica de la imagen se trastorna entonces: ella no es más la clase de los entes que, en cuanto al tiempo, se dicen una y otra vez como idénticos –sino que se desplaza a la mucho más amplia y turbia categoría de los existentes, de aquellos seres que viven su experiencia de ser como sometida al tiempo, de aquellos que a cada momento retornan únicamente como diferencia, como ya no idénticos, como envejeciendo o transcurriendo o aconteciendo -y siendo aquello que no repite lo que ya era.

Sería difícil sobrevalorar las consecuencias de esta variación de la peculiarísima estructura ontológica –de esta singularidad metafísica que fundaba los potenciales absolutos de cualquier economía de la representación. Como poco, podemos estar seguros de que instaura una nueva forma de relación con la imagen, una nueva fenomenología de la experiencia de la representación. Los modos de lectura de la imagen –secular, si es que no milenariamente, imagen estática, de un tiempo cortado y detenido “por siempre”- necesariamente se alteran, se expanden en un tiempo interno ensanchado, propio –la imagen deja de ser lo que carece de tiempo, lo que resiste al tiempo, lo que promete eternidad, duración, congelación del instante (aquel “detente instante” de Goethe), para volverse imagen-tiempo, imagen- movimiento.

Más in extenso, podemos estar seguros de que las condiciones generales de experiencia de la imagen –variarán por completo, están variando por completo. Y en consecuencia, su misma función antropológica. Si el fin de la era de la imagen del mundo es un hecho insoslayable, ello se debe no sólo a la fragmentación infinita de los detalles –y la imposibilidad de reconstruir el sumatorio que ofrecería alguna perspectiva sobre la totalidad. Se debe también y sobre todo al haberse vuelto la imagen un terreno movedizo, transitivo, una economía del tiempo, sometida a caducidad, a contingencia, temporalidad.

La confusión del mapa con el territorio –al asentar el poder del simulacro contra “lo real”- condenaba al fracaso el oficio de cartógrafo. La imposibilidad de serlo del hoy se acrecienta por la propia fugacidad del “representante”, del signo –qué imagen del mundo ofrecer cuando ella misma se desliza a la velocidad del instante. Como no sea otra que la propia del acontecimiento –ésa que persigue el simulacro medial: “está pasando, lo estás viendo”.

Esa ficción, la del tiempo real, marca –de modo inexorable- el nuevo horizonte de las prácticas de representación –condenándolas a una voluntad de transcurso, de temporalización interna, a la nostalgia y el ansia del acontecimiento.

26. I.A.: El conocimiento de (por) lo in-idéntico.

Todo conocer es re-conocimiento –o dicho de otra forma, no hay conocimiento sin la capacidad de asimilar el “parecido” que lo distinto ostenta con respecto a aquello que ya se conoce -la serie que nombra el concepto es en efecto la tentativa de regulación que lo “igual” establece sobre una cierta tendencia cualitativa en la dispersión de la diferencia. Lógica se llama a la disciplina –en el sentido inglés- que se erige sobre esa borrosidad –y el horizonte de la inteligencia artificial se orienta precisamente a diseñar modelos que triunfen en adecuarse a esas condiciones ostensivas de reconocimiento –por la vía del mero parecido. Para ellas constituye entonces un reto más complejo enseñar el lenguaje ordinario que el formalizado –el comportamiento cotidiano que el exhaustivamente regulado. Resulta en efecto mucho más sencillo programar un ordenador para jugar al ajedrez –todo es igual en su campo y por mucho que se sofistique el comportamiento, si se dispone de la suficiente memoria de contraste, de cotejo- que para “barrer una habitación” o cualquier otro acto de vida ordinaria –donde todo es una aventura, un encadenamiento de imprevisibles, de in-idénticos.

El gran problema para los modos de conocimiento lógico es que, definitivamente, lo idéntico ha desaparecido del mundo: la revuelta de los simulacros contra el modelo sentenció la incapacidad horizontal de regular las series desde un centro, desde un origen (desde el original). La desaparición de lo idéntico en cuanto al tiempo –el desvanecimiento de la fabulación de identidad a sí en cuanto al tiempo de la representación- tiene consecuencias todavía más catastróficas para un paradigma de gobierno de lo real, de la fisis: comporta un destronamiento absoluto de cualquier modelo de conocimiento an-amnésico, logístico.

En su cruzada contra el platonismo, el sistema Heidegger-Nietzsche de subversión de la metafísica occidental radicaba aquí su fuerza –la presión ejercida por la estructura del dasein, como la de la fabulación nietzscheana del eterno retorno se dirigían justamente a ese punto arquimédico. A hacer ver la insconsistencia de un sistema de conocimiento –de lo irrevocablemente in-idéntico- que operaba bajo la regulación de lo presuntamente igual a sí en cuanto al tiempo. De un sistema de organización del mundo que administraba el acontecimiento bajo la economía de lo que no transcurriría.

El orden de promesas –y toda la economía de la representación- sostenida en ese presupuesto se derrumba en nuestros días como un castillo de naipes, al paso de una aparición tan aparentemente inocente como la de la imagen-tiempo -en la historia de la humanidad. A la humanidad le toca empezar a conocer –o saber que siempre ha conocido- por lo in-idéntico.

Puede que ésta sea la más importante transformación que tiene lugar en nuestro días. Si el capitalismo cultural triunfa lo hará por su saber adaptarse a esta nueva estructura gnoseológica del ser. Está en ello.

27. El devenir RAM de la cultura contemporánea.

“Viva la neguentropía”
Salvador Dalí

El aumento progresivo de las memorias de proceso –memorias RAM- hace cada vez más espuria y subalterna la función de las memorias de lectura y archivo –las memorias ROM: los discos duros y sistemas de almacenamiento estable. Cuanto más aumenta la capacidad de gestión simultánea de datos –es decir, cuanto más ellos están “presentes” en el trabajo de procesamiento- tanto más innecesario se hace su archivo. Cuanta más capacidad posee la red (y el acceso a ella es más amplio) más aumenta su capacidad de soportar y procesar simultáneamente, en acto, paquetes mayores de información, y menores son consiguientemente las necesidades de reserva, de memoria. Una memoria de proceso infinita haría espuria cualquier memoria de archivo: cuanto más crecen los procesadores y las redes, en efecto, más innecesarios se tornan los dispositivos de almacenamiento. Crece el flujo y el acceso, decrecen las necesidades de acumulación: tanto cuanto aumenta el RAM se vuelve más y más superfluo el ROM.

La primera fascinación ejercida por los ordenadores se refería a su capacidad de almacenar, de archivo: su más apreciada cualidad actual es en cambio la conectividad, la capacidad para adquirir y procesar la información en línea, en red (casi ningún vendedor de ordenadores te informa ya de la capacidad del disco duro: es un dato poco menos que irrelevante y cada vez lo será más). Apple ha acariciado ya el ordenador sin disco y el terminal capaz únicamente de proporcionar acceso parece una fantasía cada vez más verosímil –mejor representante de la necesidad específica de nuestro tiempo. El hecho de que ella –ese ordenador-interrelacionador- sea la máquina de nuestros días, nos está diciendo una transformación en curso también en la forma genérica de la cultura y su significado para nosotros.

En síntesis: el devenir RAM de la cultura, en nuestro tiempo. O lo que es lo mismo: su despliegue en acto, sincrónico, como virtualidad presente y actualizada, sin recurso a ningún pasado (o poniendo ese pasado en actualización de modo permanente). Cada vez más nuestra cultura –es decir, el conjunto de instrumentos y mediaciones a cuyo través nos adaptamos al mundo y organizamos nuestro habitar en él, el desarrollo de nuestra existencia- tiende a operar como máquina de proceso –y menos en cambio como máquina de memoria, reproductor de una secuencia predeterminada de datos, de referencias de información. El tiempo en que la cultura se nos daba como relación con un inventario acumulado (la memoria de la experiencia de la humanidad, cuya metáfora ideal era el archivo, la biblioteca o el museo) es un tiempo pasado –y seguramente ello tenga que ver con la nueva economía de la representación que concierne al signo.

La principal función de la cultura ya no es mnemosyne, la tensión de un puente con nuestro pasado, atraer hacia nosotros la memoria acumulada del saber y la experiencia de quienes nos precedieron. Antes bien, la cultura se ve requerida a tender puentes hacia el futuro, encuentros con lo desconocido –en consecuencia, la memoria que se le requiere es la de procesamiento, la que le otorga potencia de someter a contraste (e interlectura) los datos, para refundir desde ellos nuevas secuencias, nuevos enunciados, nuevos pronunciamientos. Es por eso que su mejor metáfora es ahora la red, el procesador, el dispositivo que interconecta online entre sí varios nodos y permite que sus pulsos se entrecrucen y den juego, novedad.

Toda la memoria que la cultura contemporánea construye es memoria de proceso, memoria activada, no estabilizada: es memoria de gestión y proceso, no de recuperación. Su horizonte ya no es el pasado y su reconstrucción –ya no se trata de un instrumento de reproducción de la vida: sino de producción de ésta- sino exclusivamente el futuro (y el presente en tanto que su umbral). De ahí, precisamente, que las figuras que mejor la representan son las del joven y el héroe de la ciencia ficción futurista. Estamos ante una transición fundamental, y minusvalorarla sería un error.

No es sólo, en efecto, que la cultura ha invertido la flecha de su operatividad –la entrópica por la neguentrópica- en cuanto al tiempo –aquellas vetustas instituciones que la representaban, siempre mirando a la conservación del pasado, flotan en nuestro mundo como obsoletas ruinas programadas-, siendo ahora convocadas como anticipos del tiempo futuro. Es también que ahora su sentido no es asegurar que lo venidero se parece a lo que ya ha existido, que la humanidad se reproduce a sí misma, sino acaso asegurar su fuerza –la fuerza de lo humano- para, todavía y cada vez, producirse a sí mismo como invención, como pura poiesis, como un puro “por hacer” (poéticamente habita el hombre el mundo, decía Holderlin). La singularidad de su ser como el ser que siempre ha de darse destino y ser para sí tarea.

Incluso: que muy posiblemente, no concierne más a la humanidad relacionarse con el mundo por la vía de la reproducción, esa mecánica de tracción al presente de lo ya sido. Sino mediante la gestión de la diferencia, de lo no conocido. La relación con la imagen-tiempo (como impresencia sostenida de lo mismo en cuanto al tiempo) nos prepara para este nuevo modo del conocer –que es el de lo in-idéntico. A su paso, la cultura deja de ser testimonio de inmemorialidad, de permanencia y duración. Para volverse apenas testimonio melancólico de efimeridad, de contingencia, de precariedad. La del mundo –y, por supuesto, la nuestra propia. Es únicamente de eso que ella –la cultura contemporánea- levanta ahora fugaces nonumentos[25].

28. Recoding: nuevas tareas para las prácticas culturales críticas.

Primera tarea (negativa) para las prácticas culturales críticas: frente al proceso de absorción indiferenciada al seno de las industrias del espectáculo expandido, y a la asunción por éstas de las tareas de ingeniería del sujeto y lo social, compete a las prácticas culturales el desarrollo y la interposición de dispositivos de criticidad, que permitan la puesta en evidencia de los intereses y dependencias asociadas a cada producción de imaginarios de identificación. Frente al exhaustivo poder de condicionamiento de los modos de vida ostentados por las industrias del imaginario, ese agenciamento de modos de recepción crítica y desmantelamiento de los imaginarios hegemónicos se convierte, quizás, en la tarea más urgente –una tarea que, por cierto, no es nueva y se define en la tradición crítica de las políticas de la representación.

Segunda tarea (positiva): producir experiencia y producir comunidad. No tanto producir imaginarios alternativos (otras figuras de representación, otras narrativas, otros referentes de identificación) cuanto desarrollar espacios y mecanismos –producir situaciones- que hagan posible el encuentro, la producción y el intercambio intensificado de la experiencia. En esta tarea las prácticas declinan su labor primaria como productoras de representación –la tarea del representar está demasiado agotada y demasiado en manos de la gran industria cultural expandida- para constituirse sobre todo como productoras de acontecimiento. No se trata en ellas de proveerle al sujeto de experiencia nuevos relatos o imaginarios de reconocimiento: se trata de situarle en contextos intensificados de encuentro relacional con otros sujetos de experiencia, de tal modo que los procesos de subjetivación y socialidad que allí afloren se cumplan no en la adhesión concelebrada de ninguna estructura o narrativa fundante específica: sino más bien en la conciencia compartida de desasistimiento y contingencia; no en ningún fundacionalismo desplazado –sino en el reconocimiento de la falta de fundamento y sustantividad sobre la que se organizan los modos de nuestro habitar, de nuestro existir. Aquí en efecto se trata ahora de implementar políticas del acontecimiento.

Por último –tercera tarea: presionar a favor de la implantación desregulada de las nuevas economías de distribución, contra las establecidas de comercio. Si el interés de las industrias culturales sería que se cumpliera el primer efecto[26] -la absorción indiferenciada al seno de las industrias del espectáculo- sin que se diera el tercero –sin que hubiera variación profunda de las estructura de sus economías-, la presión que deberían las prácticas culturales críticas ejercer se definiría en el horizonte inverso: que se cumpliera la transición hacia las nuevas economías de distribución sin que la plena absorción indiferenciada en la industria del espectáculo fuera destino seguro (cosa que de momento parece inevitable).

29. Todas las fiestas del futuro.

And what costume shall the poor girl wear
To all tomorrow’sparties
The Velvet Underground

Ninguna imaginación regresiva, que tienda su mirada hacia el pasado, puede interesarnos: en ella nunca cristalizaría una disposición crítica. Es preciso situarse en el presente –justo en el filo en que se desboca hacia lo indecidido, hacia el futuro como pregnancia de la incertidumbre. Es en ese filo donde el tiempo nos muestra el mundo como tarea abierta, como desafío. Es en esa mirada donde la condición humana afirma su expresión –como, apertura, incondicionamiento e indeterminación.

Si hay –y lo hay- un desajuste entre las arquitecturas del discurso y las del acontecimiento, es preciso moverse en éstas, abandonar las apoyaturas de viejos esquemas, habitantes de tiempo prestado. Ningún rendimiento crítico será nunca surtido por la fuerza de conceptos zombi –ellos se hicieron para tramitar nuestros anhelos críticos en espacios y sistemas (en rutinas y subrutinas) ya cerrados. Es preciso bregar con los dispositivos que definen cada epocalidad, negociar sobre ellos el establecimiento de cualesquiera regímenes de producción o desproducción. Es preciso situarse en ese filo hipnótico en el que lo todavía posible se adueña del mundo, le da forma –aunque sólo sea porque únicamente en su delgadez sin espesor es posible actuar, decidir, producir, formar. Aunque sólo sea porque sólo en ese filo hipnótico la humanidad puede aún seguir pensándose como potencia de apropiación de destino –como la especie que decide (escribe) su propia historia, su modo de habitarla.

Vivimos tiempos de transiciones escalofriantes, de transformación profunda. Todas las placas tectónicas del mundo que habitamos se desplazan, en agitada flotación. Vivimos un tiempo apasionante, cargado de desafíos –y potencialidades. Cierto que nuevas estructuras amenazan fijaciones aun más tensas del conflicto, la desigualdad, el control, la injusticia y la inautenticidad, pero también cierto que su inédita exposición a la incertidumbre –y algunos rasgos prometedores: inéditos y tentadores potenciales de coalición, de interexperiencia, lo extendido de la fatiga frente a un metarrelato implícito que mida todos los valores de la vida por el de la mercancía, en declive, o el propio desdibujamiento de modos de organización del existir cultivados bajo la presión de las pautas de la ontoteología- permitirían diseñar al otro lado fantasías promisorias, utópicas.

Como quiera que sea, esas fantasías extremas y absolutizadoras no pueden interesarnos, más allá de su innegable capacidad para proporcionarle momentáneas estaciones al pensar, algo de entretenimiento. Estancias para recorrer deprisa, sin entregarse a ninguna imaginación apocalíptica –pero tampoco milenarista.

Solo el presente, ese estrecho filo en desplazamiento permanente, ese continuo afirmarse del acontecimiento, incluso sin representación. Ninguna nostalgia –sino acaso del futuro, de todas sus fiestas. Para escribirlas radicalmente en nuestro hoy haciendo de él, a cada instante, la perpetua víctima de una exigencia irreductible, de un anhelo incolmable.

30. Running code

“- ¿Eso es …?
– ¿Matrix? … sí
– ¿Siempre la ves codificada?
– No hay más remedio: los traductores de imagen trabajan para el programa del constructor. Con el tiempo llegas a acostumbrarte. Yo ya no veo el código …”

Acontecimiento, presencia. Un continuo fluir, sin ecos, sin resonancia. Ningún feedback, las pantallas vacías. Ningún dispositivo que devuelva alguna representación –de dónde nos encontramos. Todo juegos de fuerzas, tensiones y disposición de energías, flujos y cortes, flujos y cortes.

Imaginad esos estadios de transición permanente, de envíos incesantes, en todas direcciones: máquinas en comunicación perfecta, sin pérdidas, sin ruido, en permanente interacción: jardines leibnizianos donde todo rebota en todo, cada lugar eco de los otros. Nada escenifica el acontecimiento, desaparición absoluta de los dispositivos de retorno. Esa extraña emergencia de la pantalla en que el código se formaliza en apariencia –no articula la inteligibilidad. Imaginad redes infinitas de máquinas recorridas por pulsos sinérgicos, que refractan y se reenvían sus mutuas disposiciones. Todo reciprocidad, pertenencia a un sistema estallado, diseminado en todas direcciones.

Solo flujos de intensidad, altas y caídas de la tensión, una pasión sin figuras, sin imaginarios. El juego de infinitas composiciones y descomposiciones, todas las variables recorriéndose, una y otra vez sin atravesar nunca los mismos lugares, las mismas formalizaciones. ¿Mundos? –un imparable flujo de datos. ¿Sujetos? –ninguna pantalla, ningún dispositivo de impresión. ¿Representación? -únicamente paquetes de datos y lenguajes máquina, secuencias abstractas: paquetes de código ejecutado, compilado, ineditable. Y entre ellos, entre todo, perfecta y continua comunicación. ¿Perfecta? ¿Continua? ¿Comunicación? –o apenas acontecimiento…

>>> transfer interrupted …

Notas:
1. Jean Baudrillard, Olvidar a Foucault (1977), Pre-textos, Valencia, 1978.
2. Gilles Deleuze-Felix Guattari, El Antiedipo (1972), Barral, Barcelona, 1973.
3. Naomí Klein, no-Logo (1999), Paidós, Barcelona, 2001.
4. Habría seguramente que retornar a la noción freudiana de trabajo del sueño –e incluso a las enigmáticas páginas en que, en su análisis del drama barroco, Benjamin hablaba del trabajo del mito- para no olvidar que la vida psíquica es en efecto el resultado de un trabajo y una actividad productiva. Hablamos entonces de la incansable actividad de una especie de nuevo proletariado casi universal, de la puesta en efectividad social de una gran nueva fuerza de trabajo –las fábricas inumerables del sueño y el lenguaje, las maquinarias de lo psíquico. Su actividad produce, de manera constante y multiplicada, ese gran y quizás extraño resultado que es la producción del mundo, de lo real tal y cómo él se da para lo colectivo, tal y como se convierte en comunicable –es decir, atravesado de vida psíquica, de lenguaje y deseo).
5. Argumento que, dicho sea de paso, puede que dé cierto fundamento metafísico a la convicción de homeostasis en su situación de opulencia de aquellas sociedades que hagan pivotar su generación de bienestar en la potencia productiva del saber, del conocimiento.
6. Por ejemplo: las redes de intercambio directo y bidireccional (mediante la aplicación de un ratio de proporción de subidas y descargas). Las redes de los Torrents, emules, kazaa etc. Ese desarrollo expansivo de redes de intercambio libre entre particulares fue lo realmente más interesante que se originó en el llamado fenómeno mp3, del que Napster no fue más que una punta de iceberg –y seguramente no la más cristalina.
7. Véase http://www.gnu.org/copyleft/copyleft.es.html.
8. Así por ejemplo en el “plagiarismo utópico” defendido por grupos como el Critical Art Ensemble o (algunos de) los utilizadores (más discretos) de heterónimos de libre disposición como el de Luther Blissett, o quizás Hakim Bey.
9. Jean François Lyotard, La Condition Postmoderne. Minuit, Paris, 1979.
10. “Inevitable” en tanto que puesta por el hecho de que el proceso a que se refería apenas se encontraba en una primera fase, para la cual ciertamente el auténtico cambio de función del saber todavía estaba por venir.
11. Sobre este tema, véase Hal Foster, “re:post” (1982), en ATLANTICA num 1, May 1991.
12. Así se trate de un lujo experiencial, cognitivo: ése al que aludía Gadamer empleando la expresiva metáfora del dimanche de la vie, o quizás el más precisamente designado por las figuras del derroche blanchotiano o la sobreproducción y el exceso al que se refería Bataille.
13. Es muy posible que este desplazamiento exija ahora a una reescritura global de las tesis de Bell y Habermas sobre las contradicciones culturales del capitalismo avanzado –toda vez que ellas han venido a constituirse ahora en la más precisa interioridad de su estructura misma. Puede que la mejor vía para iniciar esa reescritura atraviese entonces el desenmascaramiento de la eficacia legitimante, encubridora, que segregan tantas de las modulaciones enunciativas calculadamente críticas con la expansión mundializada del capitalismo –objetivamente, la ideología dominante en las sociedades actuales- en su convivencia naturalizada con la profundización exacerbada de los procesos de desarrollo capitalista. Poco hay en ello para extrañarse: pues la función encubridora de la ideología no depende de que ella exprese la verdad de cómo una época organiza el mundo, sino al contrario de cómo administra y organiza su falsa conciencia (es decir: de cómo en su seno genera buena conciencia) de tal modo que, y como escribía Debord, no pueda verídicamente conocerse a sí misma. El efecto placebo que la dominante cháchara antisistema administra sirve, precisamente –y desde el seno multiplicado de la institución cultural- a ese fin lenitivo. Que la derecha “culta” multiplique así los escenarios para estas escenografías del parloteo antisistema no puede entonces extrañarnos. Al contrario: nada prepara mejor el decorado para el asentamiento incólume de su imperio. Piénsese por ejemplo en la desfachatez con que un discurso publicitario bien construido, y eficaz en sus objetivos, puede tranquilamente amparar la presentación de un coche de lujo en la denuncia de la desautentificación de la vida contemporánea –“que tiempos éstos” sugiere el fabricante, parafraseando quizás a Bertold Brecht.
14. Todos las citas y datos referidos en este parágrafo han sido tomados de Jeremy Rifkin, La era del acceso. (2000) Paidós, Barcelona, 2000.
15. Toni Negri, “El G-8 es una caricatura; la globalización exige una participación de todos» entrevista de Gabriel Albiac, con ocasión de la publicación de Imperio. En EL MUNDO. AÑO XIII. NUMERO 4.251, Sábado, 21 de julio de 2001.
16. Ulrich Beck, “Vivir nuestra propia vida en un mundo desbocado: individuación, globalización y política”, en En el límite, Giddens y Hutton eds., Tusquets, Barcelona, 2001.
17. También en el sentido de Bordieu. Innecesario recordar entonces en qué medida esta cualidad de proporcionar distinción constituye el argumento principal de valor, y no sólo en términos de capital simbólico, de las producciones culturales.
18. “Karma police”, en OK computer.
19. “How To Disappear Completely”, en Kid A.
20. Tomo prestada la expresión de la Crítica de la razón cínica, de Peter Sloterdijk.
21. Walter Benjamin, “La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica” (1936), en Discursos Interrumpidos I, Taurus, Madrid, 1973, p. 25.
22. The radio would be the finest possible communication apparatus in public life, a vast network of pipes. That is to say, it would be if it knew how to receive as well as to transmit, how to let the listener speak as well as hear, how to bring him into a relationship instead of isolating him. On this principle the radio should step out of the supply business and organize its listeners as suppliers. Bertolt Brecht, “The Radio as an Apparatus of Communication.” From Brecht on Theater, edited and translated by John Willett (New York: Hill and Wang, 1964). Reprinted in John G. Hanhardt, Video Culture (Rochester, New York: Visual Studies Workshop, 1986), 53.
23. DIY media: medios Do It Yourself, “hágalo usted mismo”.
24. “La persistencia retiniana del veinticuatroavo de segundo”, decía Broodthaers respecto al cine y su mecanismo de articulación de la percepción como continuidad de la sucesión de 24 fotogramas estáticos por segundo.
25, Podría sobre esto verse “La entropía y los nuevos monumentos”, de Robert Smithson. Entre nosotros ha utilizado la expresión con acierto y agudeza Juan Luis Moraza.
26. Ver, más arriba, el parágrafo “Los tres impactos –sobre las prácticas culturales.”

§ Una respuesta a e-cK: Electronic-Cultural Kapitalism

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